miércoles, 9 de septiembre de 2015

De Perrault a Martí pasando por el barrio.






No tuve cuentos de pequeño. Para una divorciada con cuatro hijos, ya era un mundo mantenerlos alimentados, limpios y bajo control, y esto último fue poco exitoso, créanme.

En su lugar, tuve unos bolerazos como puñales. Como ya he dicho en repetidas ocasiones a mi señora madre le encantan los boleros: Niebla de riachuelo, en la voz del maestro Pacho Alonso, Dos Gardenias, de Isolina Carrillo, Noche cubana, cantado por Omara Portuondo o No puedo ser feliz, de Bola de Nieve:

–Si las almas hablaran/ en su conversación/ las nuestras se dirían/ cosas/ de enamorados.
No puedo ser feliz/ no te puedo ... olvidar–.

Bola lo interpretaba al piano con una magistralidad interpretativa tremenda. Todo un culebrón.

Pero tranquilos, tuve una infancia feliz a todo tren. En aquel entonces estornudaba y lanzaba confetis por la nariz como un mago (por la alegría) a pesar de no tener en las noches la compañía de los personajes de Charles Perrault: Caperucita roja, Barba azul, Pulgarcito...

No he sido tan feliz como en aquellos años en los que mi vida se resumía a perder el tiempo tumbando mangos en los patios ajenos de mi barrio, cazando lagartijas, cocullos, mariposas. O lanzando huevos, piedras en el peor de los casos, contra las fachadas de las casas de los vecinos en las noches de apagón.

Una noche a oscuras en La Habana da para muchas gamberradas.

De igual modo llegué a conocer al detalle por boca de otros niños, los famosos cuentos. Tardé en enterarme de quién estaba detrás de la trágica historia de Cenicicienta. Quizás se deba a que el drama vivo en los cuentos de Perrault tuvo tal gancho y éxito que acabó eclipsando, en cierto modo, su autoría y si no, sometan a sus allegados y familiares a encuesta y comprobarán que, en efecto, Caperucita roja y compañía forman parte de la tradición oral y popular, pero, pocos conocen quién urdió tales maquinaciones con tan sabias enseñanzas sublimadas con en  los textos.

Cumpliendo el rito familiar, casi por tradición, digo, nunca conté a ninguno de mis cuatro hijos esas historias. En aquel entonces no tenia idea de mi habilidad para escribir, peeo ya me inventaba mis propios cuentos. Claro que también hubo boleros y hasta guarachas, sobre todo cuando a alguno le daba por las llantinas sin venir a cuento. Así, fueron entrando también en la cultura del bolero al regalarles, más bien es un acto declamatorio, la voz no me acompaña y reconozco que el canto no es lo mío, Alma de mujer, Allí te espero, de Eliades Ochoa.

Entre bolero y bolero siempre dejé lugar para un cuentito de mi cosecha. Bibí era una llorona incansable y siempre acababa entre su madre y yo. Cada noche, antes de dormir, me explayaba con una hormiga tragona capaz de comerse un garbanzo: "La hormiga mutante" , o "El caballo sin alas que quiso ser Pegasso", "Aventuras de una rata barata", y cómo no, las peripecias de "Pepito"  (Jaimito para los españoles), ese niñito que pertenece al imagenio cubano y que llevaba a mal traer a su maestra y a los compis de clase con sus cómicas ocurrencias.

Hace una semana, mi cuarta hija, Rossi, me sorprendió con un pedido especial: un libro de Charles Perrault.

Disney, sí, y quién si no fue el mensajero. Mi Rosita creció de la mano de Disney y del imperio Pixar.

Pero no todo fue Perrault, Pepito y su comparsa. Hubo tiempo de camelarla con un libro serio y respetuoso, y no digo que el de Perrault no lo sea, delicioso y mágico, diría mi Rossi. De vez en cuando toca limpieza de libros en su cuarto. Rossi regala a su prima hermana los que ya no le interesan y hace sitio para los nuevos.

Sin embargo, ningún libro de este tiempo puede competir en la estantería de Rossi con La edad de oro, del escritor, pensador y periodista cubano José Martí. Ni siquiera el que atesora los cuentos de Perrault.

Desde su primera edición en formato revista, La edad de oro ha trascendido  en el tiempo varias generaciones. Treinta y dos páginas con una frecuencia de publicación mensual dirigida a los niños latinoamericanos. Pensada, sin duda, para hacerlos participe de la cultura universal en una América y un tiempo donde los libros y las historias de cómo vivieron los hombres de otro tiempo y a que dedicaban sus esfuerzos, eran accesibles más que para unos pocos.




De un modo muy claro y ameno, directo, Martí acerca los niños a la poesía, la historia; les cuenta sobre la máquina de vapor, la electricidad y su trascendencia para el hombre, como también deja claro su empeño de formar futuros hombres y mujeres libres, justos, cultos, solidarios y comprometidos con los problemas sociales y la verdad de su tiempo, y así lo manifiesta en varios de los poemas y cuentos que aparecen en las revistas: Los dos príncipes, (versos que aparecen en el segundo número de la revista), Los zapaticos de rosa, (versos, tercer número), La muñeca negra, (cuento, aparece en el cuarto número). Todos con una preocupación de orden social llamando a la igualdad entre los hombres, fuera cual fuera su condición.

El primer número de La Edad de Oro fue publicado en julio de 1889 así, hasta un número de cuatro, que recogían cuentos infantiles, poemas y ensayos acompañados de grabados e ilustraciones. Solo llegaron a editarse cuatro, recogidas posteriormente en un libro: La edad de oro. Libro que, sin duda, acompañará a mi hija en sus recuerdos de niña, no solo por la belleza de sus textos, sino también por su valor sentimental.

Y, ¿qué pudo haber hecho Martí, un hombre de otro tiempo, para ganarse el afecto literario de mi Rossi, fan de personajes literarios del bagaje del pequeño Nicolás y Kika la súper bruja?

Juzguenlo ustedes:



[...] Y entonces sí que está lindo Bebé, a la hora de acostarse, con sus mediecitas caídas, y su color de rosa, como los niños que se bañan mucho, y su camisola de dormir: lo mismo que los angelitos de las pinturas, un angelito sin alas. Abraza mucho a su madre, la abraza muy fuerte, con la cabecita baja, como si quisiera quedarse en su corazón. Y da brincos y vueltas de carnero, y salta en el colchón con los brazos levantados, para ver si alcanza a la mariposa azul que está pintada en el techo. Y se pone a nadar como en el baño; o a hacer como que cepilla la baranda de la cama, porque va a ser carpintero: o rueda por la cama hecho un carretel, con los rizos rubios revueltos con las medias coloradas.

Pero esta noche Bebé está muy serio, y no da volteretas como todas las noches, ni se le cuelga del cuello a su mamá para que no se vaya, ni le dice a Luisa, a la francesita, que le cuente el cuento del gran comilón, que se murió solo y se comió un melón. Bebé cierra los ojos; pero no está dormido, Bebé está pensando.

La verdad es que Bebé tiene mucho en que pensar, porque va de viaje a París, [...]


Fragmento de Bebé y el señor Don Pomposo, cuento que pertenece al primer número de la revista.

También les dejo el poema La perla de la Mora que aarece en la edición número dos de la revista (Agosto del 1889).



LA PERLA DE LA MORA.


Una mora de Trípoli tenía
una perla rosada, una gran perla:
Y la echó con desdén al mar un día
¡Siempre la misma! ¡ya me cansa verla!

Pocos años después junto a la roca
De Trípoli... ¡la gente llora al verla!
Así le dice al mar la mora loca:
«¡Oh mar! ¡oh mar! ¡devúelveme mi perla!»


















lunes, 7 de septiembre de 2015

Filosofía de una cama.






















Una cama desierta es un enigma.
Un estado de sitio rezumando balazos de penuria.

Una cama sin nombres ni apellidos,
es oráculo mudo del presente
sin probabilidades de futuro.

La cama sin durmientes, sin nosotros,
sin encuentros volátiles,
sin suspiros ni arterias rugiéndole a la vida,
sin predicción del tiempo y sin reproches,

una cama
sin manchas de café y sin titulares,
sin lágrimas de mártires y guerras,

se debate
en el fin de los tiempos.