viernes, 3 de noviembre de 2017

Un Tritón en Borneos.





La noche es el mejor regalo que el universo le ha entregado al hombre. Si usted tiene problemas vaya a la cama, cierre los ojos y deje sus angustias e imposibles en manos de la noche. No piense, duerma.

No sé si este consejo forma parte de la guía de trucos para vivir mejor que el escritor y director de cine, Alejandro Jodorowsky vende a sus seguidores. Lo que si sé es que a mí me funciona y es, exactamente, lo que hago. Cuando estoy en apuros entro en fase REM. En sueños he sido Marco Polo, Sir Francis Drake, el Sombrerero loco de Alicia —la Alicia de ese maravilloso país que ustedes bien conocen—, Ulises... (Ulises treinta y uno no, les hablo del auténtico Ulises: Odiseo).

Creo dejar bien claro en mi alusión a tanto personaje histórico y de novela que me dedico a la literatura, también de ficción. De modo que cuando regreso de mis viajes astrales lo hago con la certeza de contar con un archivo rico en imágenes listas para desarrollar. ¿Usted? Pues a saber. Ya les he dicho antes que no soy Jodorowsky. No tengo idea de como va el lenguaje del tarot ni me dedico a interpretar los sueños. Lo que cada uno cree mientras duerme es su responsabilidad y su problema.

Muy bien, pasemos a otro tema. En lo absoluto me apetece continuar rajando de Jodorowsky. Eso es publicidad y eso se paga y, precisamente, Jodorowsky no va entrarle de a pleno a mis asuntos personales: eso se paga, también, antes de que uno se tienda en el diván de Jodorowski; así que si no les importa ya le doy yo matraca a mi nuevo problema: el mar, el escenario donde transcurre mi sueño.

En esa secuencia desdoblada de mis tantos "yo" que tiene lugar mientras navego en fase REM, soy un tritón tirado al abandono en una playa. En realidad da igual la ubicación del paraíso. Lo importante es que yo, un tremendo ejemplar de tritón, un neptuniano, espero a la mujer de pan y de jengibre que siempre me acompaña en mis movidas con Morfeo; como también importa que ese gigante mitológico de fondos misteriosos en el que me he convertido reconoce, sabe, (mientras permite que el sol castigue su torso modelado a puro Gym y a dietas desabridas, y que malogre su kiki de "Pitingo" con sus peligrosos rayos), que el océano nunca traiciona. El mar devuelve siempre los deseos, las quimeras de amor, los besos imposibles, los trajines de cama del pasado y hasta los más sórdidos encuentros cuerpo a cuerpo que tendrán lugar en el futuro; siempre que los deseos se proyecten al agua desde nuestro lado más espiritual.

En consecuencia a esa conexión universal que atañe al alma de los hombres pido al  mar un destello, una llovizna, un rayo..., lo que sea que me hable de la mujer que espero y el mar, generoso, la trae a mí a bordo de un catamaran. Y así de pijotera, la mujer de mi historia entra de lleno en mi campo de visión. A una velocidad de treinta nudos el catamaran que la transporta  rompe la línea que parte en dos los mundos, el marino y el místico, a esa hora de la tarde desdibujada en el horizonte, casi ausente. Desde la orilla, grito su nombre en clave. El que solo los Argos y las criaturas que habitan en los fondos de la *"Pequeña y Grande Sirte", guardan en su memoria: el sonido vernáculo del nombre de la mujer de Adán (la segunda) y Eva desembarca vestida con aquella versión de desnudez  amaderada que dios le hizo llevar en el edén. Todos los artilugios y detalles que aparecen en la escena que cuento son de mi pertenencia: el mar, los pájaros, esos malditos peces fishívoros que merodean por la orilla amenazando con cargarse a mordiscos mi cola. Dios no. Dios no pertenece a nadie. A Dios le ruego que para nuestra cita Eva traiga solo un complemento para cerrar su look natural,
tres o cuatro flores acordonando la isla irresistiblemente y rebelde, de su inquieto tobillo. Pa' qué quiere uno más, si ya dios, que es en realidad quién dirige la empresa sentenció: irás desnudas, Eva. Así que adjudicado: AMÉN.Y sus manos que saben del milagro de generar la vida en cualquier tierra, le ofrendan a mi cala un universo de palmeras donde tumbamos presurosos, muy juntos, bajo la sombra raquítica que brindan las palmeras caribeñas, mientras ella me pone los dientes bien re-largos al confesar que aún me escribe poemas, cada noche, con la tinta invisible que solo puede leer mi corazón, porque el loco de dios se olvidó de dejarle un cuaderno y  bolígrafos para matar las horas en su isla desierta.

A lo lejos, oigo cómo me llama su voz de siempre-niña: "hombre hermoso, hermoso y capitán. Mi protomacho". Y yo me pongo loco de contento, eufórico. Suelto y sin vacunar como el ganado, aunque no se me nota porque no tengo en este sueño mis dos piernas que propician el levantamiento en armas de mi tercera pierna cuando una mujer como Eva me llama dulcemente hermoso y protomacho. Que un macho sufra un cataclismo sexual al saberse elogiado, piropeado, por una mujer es normal en todas las especies, menos en los tritones. No sé que conchas andaría haciendo Zeus en el momento en punto de mi alumbramiento. Supongo que una labor entretenida, (ganchillo no) para no darse cuenta que ese tercer punto de apoyo tan viril brillaba por su ausencia en el vástago de su querido hermano Poseidón y su cuñada Anfítrite. Zeus no supo verlo y si lo vio queda claro que decidió pasar olímpicamente de colocarme en alguna parte de mi exuberante cola mi arma de combate. Sin embargo, Eva sospechó aquella ausencia de una sola pasada y de inmediato quiso saber que ocultaba el moderno pareo que me cubría de cintura para abajo en mi intento de esconder mi amorfa condición de hombre incompleto.

—Lo siento, pero ahí lo que hay es una cola. Nada más —digo a Eva con pesar.

—¿Y para qué necesitas una cola de Tritón? pregunta ella, también con una alta dosis de pesar.

—Bueno, puedes sacarle brillo a las escamas con una bayeta y usarla como espejo. —le respondo para salir del paso. Mi madre siempre anda limpiando con la bayeta arriba y abajo y mientras lo hace escucha boleros y a su vez los canta por lo que deduje que si mi madre era feliz con su bayeta , Eva también podría serlo lustrando mis escamas en lugar de dedicar su tiempo libre a saciar su deseo evolutivo de apareamiento.

Como si no supiera ella que a nadie más que a mí, el protomacho, le ofende hasta lo más hondo la putada de la cola.

Es la primera vez desde que soy Tritón que una mujer me llama protomacho; protomacho y a boca llena: hermoso. En otro afer marino, otra mujer, quizás una igual, una sirena, yo habría respondido a su floreta aludiendo que todos los tritones, los neptunos y el resto de la peña mitológica, son siempre hermosos.

¿Y cómo si no íbamos a ser, mujer?

Pero es ese otro "hermoso" al que ella hace referencia: "sos realmente hermoso, mi capitán, hermoso el corazón y hermosa la palabra","hermoso..., hermoso y mágico", bogando en su saliva con el lento vaivén que derraman las barcas cuidadosas que entienden de naufragios, temerosa su voz de que la barca hecha con los sonidos de mi nombre en clave, el verdadero, ambos sabemos que jamás fui presidente de ninguna nación más que de la República Independiente de Mi Cuarto, acabe por hacerse pedazos al encontrarse de súbito ante los arrecifes claros de sus dientes, y finalmente: "sos tan hermoso John, John con la "h" donde te dé la gana, pero yo necesito un hombre y vos no sos real" (un vos no sos real en argentino puro y claro), aunque es verdad que "sos mágico, un ser de otro planeta tan mágico como la misma magia".

Es ese carrusel que va pitando por su feria: hermoso-mágico-irreal, lo que me hace desear ser bípedo. Con gusto pactaría con el primer Mefisto de mi pueblo si él pudiera dotarme con un buen par de piernas.

Mi alma por dos piernas.

Las necesito para reconocer que este sueño no va de mi regreso al mar:  no se ha marchado nunca este Tritón y continúa frente al mar tatuando rosas de Borneos sobre su vientre de Eva, que nunca fue de Adán.












Glosario.

*Pitingo: presumido en calò.

*Pequeña Sirte: en las costas del norte de África existen dos bajíos muy famosos, la Sirte Mayor, en el golfo de Sidra, Libia, y la Sirte Menor en el golfo de Gabes, Tunicia. Se trata de zonas de poca profundidad, muy peligrosas para la navegación.